La redención de los Coen


Como producto cultural proveniente de la industria cultural pujante, las películas están unidas estrechamente a la época actual, donde se engloban tanto la modernidad como la contemporaneidad. Podría afirmarse que, por naturaleza, el cine tiene un componente industrial que permite, su reproducción en serie para su difusión a gran escala, es decir masivamente. 

El cine común, producto más de la industria, no deja de depender de la economía. Su objetivo es vender a un público ansioso de entretenimiento. Sin negar los condicionamientos económicos (Adorno) ni los políticos (Benjammin), no deja de tener ciertas características artísticas o creativas, eso si, rodeadas de enormes trabas. Una vez superada la obcecación marxista, no se niega en ningún caso la enorme influencia que el factor económico introduce. Los determinismos que parecían superados, al menos en la teoría, parece la única manera que tienen multitud de autores para resaltar una idea, ya sea en la creencia de su novedad o por el contexto favorable en el que la profesan.

Ya sea Ortega y Gasset o Ana Arendt, las características que otorgan al hombre masa y por ende a la masa en general, incluye una completa disociación respecto de la cultura clásica en cualquiera de sus manifestaciones. La contraposición entre una obra de carácter clásico como “El Ulises” y otra eminentemente postmoderna como “Oh Brother” es clara. La adaptación en sí, ni siquiera se pretende. Los paralelismos son meras anécdotas que pueden conducir más o menos la trama. El cíclope, el oráculo ciego, la isla de las musas… no dejan de puntualizar similitudes dentro de una historia prefijada y distinta.

Pese a la inicial desconsideración de los intelectuales hacia la cinematografía, parece que conforme avanzaban los años, las teorías y las películas, el medio en definitiva ha pasado a considerarse un arte a caballo entre el autor y la empresa El completo desprecio de los primeros teóricos hacia el medio cinematográfico, muestran una faz de la cogitación que, despegada de la realidad y junto a multitud de prejuicios contextuales, deja a los pensadores inaugurales como malos profetas. Quizá los filósofos de esta nueva era ya no poseen el nervio de antaño, capaz de forjar teorías, ya no perdurables, sino formal y resolutivamente hermosas.

La degradación del pensar, desde un raciocinio útil a una percepción sumisa, se ha producido paulatina pero rápidamente. El llamado pensamiento débil, es fruto de multitud de elementos, estandarte de los cuales son, sin duda, los nuevos medios de comunicación. El flujo televisivo ha modificado la manera de concebir y hacer cine. 

Las películas ya no poseen la cuidada construcción, ya no se permite un momento de reflexión ni de silencio, todo ha de ser trepidante, claro y directo. El final moralizante siempre se ha dado, pero nunca se había mostrado tan simple, sin apenas fundamentos que lo sostengan, llegando a resultar insultantes, obscenos al pensamiento. La concepción que pretenden promover los Coen, camina a medias entre una crítica que fomente el raciocinio y una exigencia de participación del espectador, sin el cual sus obras se quedan a incompletas si no, al menos, dejan una baga sensación de carencia.

Desde un cine clásico, han intentado entre sus lecturas, una que destaque, en un guiño al público, ciertas características clásicas, especialmente: la iluminación y la composición. Sin afán realista, la teatralidad de su mundo ilusorio se acepta como una característica instaurada del cine de los hermanos Coen. Retoma en parte cierta labor narrativa que no se practica. En el fondo, nos están contando un cuento, una historia que como antaño nos acerca a las singularidades humanas y sus diatribas. Al principio y al final, no deja de escucharse cierto tono narrativo, que pretende dejar un poso palpable, que recuerde al cuentacuentos perdido de nuestra infancia y del pasado.

Se hace evidente que la forma en que un espectador se enfrenta a la realidad ha cambiado. El mundo ilusorio que a todas luces ha creado la publicidad y los medios masivos de comunicación, han desfigurado la percepción, modelando la integridad humana hacia sus intereses pertinentes. La lectura ha quedado reducida al crucigrama y la farándula. El cine y la televisión antes que socializadores potenciales, son ya un mero discurso programático que ocupa el tiempo pasivo. Ni el cine ni la televisión han de ser los fundamentos de un crecimiento social y emotivo adecuado. La sobre valoración de su utilidad radica tanto en su accesibilidad como en la actitud hacia su uso. 

La densidad conceptual que fue sinónimo de elites intelectuales lo sigue siendo, en detrimento del papel de los estados, reducidos a empresas gestionadoras de cierto orden. La perdurabilidad de las obras es irrisoria en comparación con las plasmaciones de siglos pasados. La emotividad en mentes desprovistas de la capacidad de sorpresa y conmoción queda como recurso dramático de películas y series. La literatura es ya una herramienta más, con la que alimentar una maquinaria creativa carente de impulsos suficientes y propios.  

La utilización de esa cultura “fuerte”, proveniente de épocas de pensamiento fértil, no permite sino una mascarada de originalidad. Entre estos recursos, la música desempeña un papel importante. Como producto cultural, su asociación a imágenes, fusionan indisolublemente significados y sensaciones. Junto a producciones de la nueva era industrial, la música no pierde su espíritu, pero si lo muta, combinándose en una suerte de imagen sonora. 

Esta práctica no es puntual, la mutación de la cultura en elementos más asimilables para la sociedad contemporánea, se ha convertido en un recurso indispensable. La degradación de la cultura por su utilización plantea un dilema sordo para empresarios y consumidores. Sea perjudicial para la cultura o el público, dicha práctica se realiza profusamente. En cierto sentido, los productos resultantes quedan mancillados, la obra básica, la primigenia de donde venía la fuerza, no volverá a ser lo mismo para los que conozcan la falseada. 

En el caso de Oh Brtother¡, la absorción de elementos es tal puntual, tan anecdótica que la raíz, la obra básica de “El Ulises” no queda en nada afectada. No obstante, la expresión máxima del fenómeno de este reciclaje cultural, podemos verlo en el simple hecho de que los propios actores no son los que cantan las canciones que representan. Es la muestra de la mezcla, de la ficción y sus lindes.

El guión de la película, pudiera analizarse como elemento cultural y se vería que, en efecto, poco o nada tiene que ver con la naturaleza de “El Ulises”. Quizá en ciertas motivaciones, quizá en algunos personajes, pero nada en comparación ni social ni estéticamente. El mundo homérico, la esencia del viaje, del retorno al hogar si aparece, deudor seguro del libro. En un principio, el cine, conservaba aspectos clásicos (aristotélicos) de la narración. Posteriormente, la dimensión temporal que le es propia, despegó sus capacidades de diferentes maneras. No obstante, esta película aprovecha la estructura clásica (presentación, nudo, desenlace) adaptado, por supuesto, a ese universo Coen que tanto hipnotiza y fascina.

Un análisis fílmico profundo excedería las intenciones del texto, pero no podemos dejar de aproximarnos a ciertas perspectivas esclarecedoras. Una visión contextual de la obra, revelaría ciertos valores actuales, ni pertenecientes a la época que refleja la película ni pertenecientes a los de su base homérica. El influjo del presente es tan poderoso, que difícilmente guionistas, directores y actores pueden despegarse del torrente histórico. 

La mera estética, quizá podría dar lugar a confusión, puesto que las intenciones pretenden claramente trasladarnos a otra época. No engañarían en ningún caso, el guión, ni los actores. Una lectura iconográfica, revelaría las formas estereotipadas que utilizan en los personajes. Algunas de estas tipologías, son las que ha tomado del Ulises, otras del imaginario popular, en cualquier caso siempre adaptado a la historia y a los años 20.

La sociedad desligada de las manifestaciones artísticas de su propia época, están retomando necesidades vitales que les son propias por medio de varias fuentes, entre ellas, el cine. Desde que la cinematografía identificó su propio lenguaje y sus propias capacidades artísticas, ha servido de nexo entre la sociedad y lo artesano, separadas años antes. Subyugado por la tiranía de la producción, el cine ha servido tanto de arma, como de salvavidas. En cualquier época, por otro lado, se han promovido las artes mediante los capitales pertinentes. 

Quizá la respuesta no dependa tanto de la economía, que es importante, como de la naturaleza del medio. Bastas son sus capacidades, pero también enormes sus limitaciones. La literatura puede alcanzar cotas emotivas y reflexivas que el cine es incapaz de afrontar. El teatro encuentra vivencias, experiencias reales de cara al público a los que no puede aspirar la cinematografía. La fotografía, objetiva y nítida, no puede tampoco compararse a los lienzos dibujados. Todas en parte capaces de emocionar y únicas, son obras de arte idóneas de perdurar en el tiempo.

El cine es un generador débil de experiencias y peor transmisor de herencias grupales, no por la carencia de la impresión y la fascinación, sino por la ausencia de instrucción ante la memoria visual. Si bien en todas las dimensiones de la letra se nos enseña desde jóvenes, las de la imagen son elementos completamente desconocidos, tanto por su propia naturaleza y por la carencia de disciplinas que agudicen ese sentido básico. Así, tras el visionado de una película quedan sustancialmente menos matices, menos datos y menos asimilación útil que cuando nos enfrentamos a un texto sólido. 

Quizá en los primeros momentos la diferencia no sea grande, dado el poderoso carácter emotivo e identificador, pero cuando se aludan a los prototipos, a los modelos nítidos de personalidad, una lectura mítica solo puede darse en las cercanas áreas de la narración tradicional. Quizá por ello, los Coen han escogido esta singular manera de contar una historia. En el fondo, “Oh Brother¡” no deja de ser un cuento, una aventura en imágenes con sus héroes, musas y ladrones. 

Los estereotipos que han heredado de “El Ulises” y por tanto de la antigüedad, siguen siendo válidos porque siguen siendo igualmente universales. El héroe de las mil caras no ha cambiado mucho, porque el hombre, no lo ha hecho. Y no solo los tipos, sino también los temas y avatares que se suceden en el discurrir de las vidas. Estas fantasías morales son la lógica evolución de fábulas, mitos y leyendas, portadoras de valores y perfiles, propias de los niños ahora crecidos por la técnica y la industria.

Los Coen han intentado recuperar cierta sensibilidad que se veía perdida, proveniente del cine negro y de aventuras. Debiera predecirse que este tipo de reinvenciones no poseen fundamento en cuanto no son partícipes de la época que evocan, ni pretenden, visto el guión, una verdadera somatización del pasado. Ya no pueden darse esas obras que sin duda añoran los directores. Y no pueden darse porque ya no existen mentes forjadas al mismo fuego que los creadores iniciales, ni público sensible a las sutilezas y referentes clásicos.

El lenguaje cinematográfico del que participan, muestra las capacidades del medio, endeble como regeneración artística, pero valiosa en cuanto es incitador del consumo (ya no hay otra manera) del arte duro, tradicional o de peso, que no pierde en cuanto está hecho por y para el hombre.

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