Boca de
metro, entrada al subsuelo; lo primero cambio de aire, de temperatura, mas
denso. Picar y pasar, luego pasillos, escaleras mecánicas, como lenguas de
ruido. Pasillos bajo tierra, llenos de gente, sangre de una ciudad que corre
rápida e incesante. Llegas a tu andén y ves a unos músicos que esperan por
turnos, para subir a distintos trenes, mientas se entretienen enseñándose
canciones o tocando para ellos, es cuando mejor suenan.
Asoma una
luz antes de que nada suene, se acercan dos ojos brillantes, delante del dragón
de acero, entonces, a la par, como puestos de acuerdo, todos se levantan a un
tiempo como diciendo “vamos allá”. Cada día las mismas caras, se miran con la
complicidad de una resignación y de una comprensión hermanada en la rutina. Ya
se para y salen presurosos los que no miro, y si observo será para saber lo que
está perdido en el tiempo, lo exótico por desconocido. Entrar, es lo más duro,
no cabemos más y no pueden pasar más metros, segundo cambio de aire, como
descender (no quiero decir al averno); al final entramos, a base de presión ,
no parece un sitio para débiles.
Calor, falta de oxígeno, en una palabra
agobio, duras pruebas para el desodorante que se anuncia entre viaje y viaje,
junto a la peli mala que toque en ese momento. Mas que músicos, los intérpretes
y los lectores parecen equilibristas, que arriesgan al son del metro, en un
baile con el conductor, en un ir y venir de avances y tropiezos. Estudiantes,
obreros, amas de casa, mensajeros, ejecutivos, jóvenes y viejos, de toda raza y
credo, variedad en definitiva y al que no le guste, aire fresco. Mirando al
suelo o al techo, leyendo, hablando, dormido o despierto, rodeado de anuncios,
televisiones que distraen tu mente de lo verdadero. Y si se estropea, chistar,
resoplar, patada al suelo y cabreo. Bajarse, ayuda a continuar con el juego, ya
hueles el viento, casi ves el cielo, pero hoy ya no hay ilusión de un día distinto
y lleno, no, sabiendo que mañana empieza todo de nuevo.
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