ANÁLISIS DE JOAN MIRÓ EN EL REINA SOFÍA


“Un arte primitivo y nuevo, real e insólito, figurativo y abstracto, que a falta de otra cualificación englobadora, se denomina “atmósfera Miró”, pues el artista, paulatinamente desligado a una obligación de representación y siempre más dirigido hacia un abstraccionismo lírico, logra, através de pocos pero calibradísimos signos gráficos, deformaciones fantásticas y fuertemente evocativas de elementos naturales inmersos en colores vivos y elementales, ofreciéndonos en el complejo de su obra una interpretación muy personal del surrealismo, caracterizada por una visión poeticamente simplificada y encantada de la realidad, y de la extraordinaria levadura con la que los impulsos de la memoria y del subconsciente terminan codificados en signos elementales cada vez más inquietantes y lúdicos. “

Atraídos por la sencillez, expresividad, y si cabe, sentido del humor de Joan Miró, nos presentamos en el museo Reina Sofía de Madrid con la intención de estudiar la obra contenida en las dos salas dedicadas a este autor. Tras dar una rápida vuelta por las salas cubistas dedicadas a Juan Gris y Pablo Picasso (sorteando millares de japoneses embobados ante el Guernica, que debiera estar en el Prado, tal y como pidió en testamento su autor), y antes de un paseo final por el mundo onírico de Salvador Dalí; llegamos a una sala algo escondida, en la que hay colgados varios lienzos que bien podrían considerarse precursores del graffitti actual: la esquemática obra del Miró maduro. Y es que, todo sea dicho, el Reina Sofía centra su atención/exposición permanente de este señor, en una etapa avanzada de su carrera artística. Cuando su pintura ya estaba altamente considerada, tanto por su agresión al cánon clásico como por su especialización en la representación de la idea.

La época de sus “personajes” y “composiciones”, de hecho, no hay una orientación cronológica o de otro tipo para guiar al espectador ante la obra. Incluso se pueden encontrar algunas esculturas del autor un poco fuera de lugar, rompiendo el orden lógico de la visita. Lo que sí está gratamente explicada, es la ficha identificatoria que acompaña a cada cuadro, constando de número (dentro de la colección del museo), título, año, autor, y técnica. Que quede constancia también, de que el estado de los cuadros mostraba cierto deterioro, por ejemplo en la obra “mujer, luna, y gato” en la que se aprecian grietas sobre las zonas oscuras. Teniendo encuenta el considerable tamaño de las obras (alguna alcanza los 2 metros) hay que decir que etaban expuestas a una altura correcta, y con bastante espacio entre ellas.

En cuanto al museo Reina Sofia, podemos decir orgullosos que mantiene bien presente la pintura moderna de la España bohemia y transgresora, a parte de ofrecer exposiciones temporales de las más interesantes de Madrid. A parte, como edificio, es una auténtica gozada, pues uno pue entrar sin necesidad de pagar al jardín del patio interior, magnífico para la lectura tranquila o la siesta, además de ser bello en sí mismo; o por el sistema de disposición de las exposiciones, distribuídas en pisos a los que se accede através de los ascensores exteriores, que posibilitan de paso una agradable vista de la estación de Atocha. El museo consta de librería/tienda de recuerdos, no demasiado bien surtida pero sin limitarse a las obras del museo; y eso sí, a precios muy elevados.

UN POCO DE HISTORIA


            Joan Miró Ferrá, uno de los genios españoles universales, vino al mundo en Barcelona el 20 de abril de 1893 en el seno de una familia de tradición artesana, pero de posición económica desahogada, en la que el padre, Miguel Miró, trabajaba como orfebre, y la madre, Dolores Ferrá, era hija de un ebanista mallorquín. Desde 1900 Miró estudió en una escuela barcelonesa, donde pronto despertó su vocación por el dibujo, especialmente del natural.

Decidido a ser pintor, en un primer momento Miró no contó con el apoyo de su padre, quién, entre 1907 y 1910, obligó al joven a estudiar en la Escuela de Comercio de Barcelona, a la par que asistía a la de Artes y Oficios de la lonja, cuyo convencionalismo le desilusionó. Al cumplir los 17 años, el padre lo empleó como administrativo en una droguería, pero al poco tiempo y por contrariedad de no poder seguir adelante con su vocación, Miró sufrió una grave depresión nerviosa y a continuación cayó enfermo de tifus, pasando su convalecencia en una finca de propiedad familiar situada en las cercanías de Montroig del Campo, Tarragona.

A su vuelta a Barcelona en 1912, Miró, contando ya con el consentimiento paterno, ingresó en la escuela del pintor Francisco Galí, en la que permanecería hasta 1915. En ella se adiestró en el dibujo y en el modelado con terracota e inició la realización de pinturas al óleo, al tiempo que trabó estrechas amistades con otros jóvenes artistas, como el pintor Enrique C. Ricart y el ceramicista José Llorens Artigas. Y tras abandonar el estudio de Galí, asistió a las clases del círculo artístico de Sant Lluc.

Las visitas de Miró a las exposiciones de las galerías Dalmau de Barcelona, especialmente la de 1916, en la que tuvo la ocasión de conocer las vanguardias pictóricas francesas, despertaron en el artista un intenso rechazo hacia la pintura tradicional en la que se había desarrollado su formación. Y así desde 1915-16 pintó a la manera de los fauves aunque con ecos del cubismo de Picasso y Braque, y con algunas reminiscencias cézannianas y de Van Gogh.

En 1917 inició sus contactos con el marchante Dalmau, en cuyas galerías realizaría su primera exposición individual en 1918, exhibición que supuso la rvelación de su  prometedor talento dentro de su círculo de amistades. También en 1917 Miró había conocido al pintor dadaísta Francis Picabia, a la sazón en Barcelona, relación que contribuiría asímismo  a la apertura de nuevos y más amplios horizontes en el artista en ciernes.

Instalado definitivamente en su casa natal del Pasaje del Crédito, donde había confeccionado un pequeño y modesto taller, desde 1918 en que concluyó su etapa fauvista, Miró inició sus primeros paisajes denominados “detallistas” en su obra “huerto con asno”. Animado por los amigos, que le auguraban un buen porvenir, en 1919 viajó por vez primera a París, entablando en un primer momento contacto con Picasso. Y desde entonces Miró alternaría sus estancias invernales en París, donde se instaló en un taller de la calle Blomet, con los veranos en Montroig.

            En la capital francesa, en donde no faltaron las dificultades económicas de los primeros años, Miró estableció estrecho contacto con los adalides intelectuales del vanguardismo ( Tzara, Reverdy, Max Jacob…) asistiendo con gran interés en 1920 a las reuniones del grupo dadaista. Al año siguiente tuvo lugar su primera exposición individual en la galería “La Licorne” por mediación del barcelonés Dalmau, exhibición que tuvo escaso eco, y en 1922 entabló amistad con el francés André Masson, iniciándose entonces la aproximación de lsu pintura hacia el lado de la imaginación y la fantasía, hacia el surrealismo, que cristalizaría en 1924 en sus pinturas-collage a partir de sus relaciones con Eluard, Breton, y Aragorn.

            Tras haber expuesto sus obras en 1923 en París, primero en el salón de Otoño y después en la galería Bernheim, en 1925 concurrió a la galería Pierre, anotándose el primero de sus éxitos. Así mismo, la venta de algunos cuadros al marchante pierre Loeb fue paliando su situación económica, entanto que desde es momento, adherido formalmente al surrealismo, participaría en la mayor parte de sus exposiciones conjuntas, colaborando asímismo en la revista “revolution surréaliste”. En 1926 trabajó junto a Max Ernst en la ejecución de los decorados para la obra “Romeo y Julieta” a representar por los ballets de Diaghilev, lo que sería interpretado por los surrealistas más ortodoxos como una burguesa frivolidad. Y al año siguiente trasladó su estudio a la calle Tourlaque, en el barrio de montmartre, junto a Ernst, Magritte, Eluard, y Arp, donde continuaría sus minuciosos estúdios de la realidad para después plasmarlos en caprichosas fantasías, estableciendo así su personal lenguaje pictórico.

            En 1928 realizó un viaje a Holanda después del cual ejecutaría diversos cuadros en los que interpretaba a su manera la pintura holandesa del siglo XVII. Y al año siguiente, el 12 de octubre de 1929 contrajo matrimonio en Palma de Mayorca con Pilar Juncosa, de la que tendría una sola hija, Dolores, nacida en 1931 en Barcelona. El mismo año de su casamiento, Miró trasladó su residencia a la calle François Mouthon, en un barrio extremo de París donde, a causa de la crisis mundial, el artista volvió a conocer las penurias económicas.

            Durante los años 30, Miró participó en varias exposiciones a la vez que fue alternando sus estancias en París y España, al tiempo que experimentaba con nuevas técnicas y nuevos materiales (pintura sobre papel, sobre madera, sobre cobre, sobre fibrocemento, al huevo, al pastel, collages…)

            Miró pasó los años de la guerra civil española en Francia, instalándose más tarde en 1939 al estallar la Segunda Guerra Mundial en Varangevillesur-Mer (Normandía), en donde había pasado varias temporadas estibales. Pero en el verano de 1940 tuvo que abandonar esta localidad a causa de la invasión alemana, y se trasladó a París con la familia, para pasar inmediatamente a Barcelona, radicándose finalmente en Palma de Mallorca.

            En 1942, después de que al año anterior su hubiera celebrado su primera exposición retrospectiva en el museo de arte moderno de Nueva York, Miró se estableció de nuevo en Barcelona, donde a lo largo de los años cuarenta prosiguió con sus experimentaciones artísticas, iniciando en 1944, año en que falleció su madre, una fecunda colaboración con el ceramicista Llorens Artigas, al tiempo que se interesaba por la litografía.

En esta época fueron numerosas las exposiciones de su obra, algunas de ellas en Nueva York, a donde acudió el artista por primera vez en 1947, permaneciendo allí durante 8 meses. De vuelta a Europa en 1948, visitó París tras 8 años de ausencia.

En 1950, miró trasladó su casa natal del Pasaje del Crédito a la calle Folgarolas y en 1953 realizó un gran lienzo para la  fundación Gggenheim de Nueva York. Tras el éxito de sus exposiciones de 1953 y de recibir el gran premio del grabado en la Bienal de Venecia en 1954, Miró interrumpió casi totalmente la actividad pictórica (que no reanudará hasta 1959), dedicándose a la ejecución de grabados, litografías, y sobre todo de cerámicas en unión con Llorens Artigas, al tiempo que trasladaba definitivamente su estudio al gran edificio que, en 1956, había encargado construir a José Luis Sert en la Cala Major, en las cercanías de Palma de Mallorca.

En 1959 realizó un segundo viaje a los Estados Unidos, esta vez para asistir a dos grandes exposiciones retrospectivas en Nueva York y Los Angeles, siéndole otorgado entonces el gran premio de la fundación Guggenheim. Durante los años 60, década que inició con un nuevo viaje a Norteamérica, Miró, reconocida ya mundialmente la dimensión de su obra pictórica, gráfica, y escultórica, continuó presente en innumerables exposiciones y obtuvo el premio Carnegie en 1967. 

Otro tanto ha venido sucediendo a lo largo de la pasada década en la que además de proseguir sus trabajos con Llorens Artigas, se han sucedido initerrumpidamente las exposiciones de su obra por todo el mundo, constituyendo un hito destacado en estos años la creación, en 1975, de la fundación Miró-Centro de Estudios de Arte Contemporáneo, con sede en Barcelona. Y como siempre ocurre, el patrimonio artístico español está mucho más reconocido en el extranjero que aquí, pues ya a estas alturas de du vida será cuando el Estado Español le premie con la medalla de oro de Bellas Artes, en septiembre de 1980.

LA OBRA EXPUESTA EN EL MUSEO REINA SOFIA

Corresponde al período de posguerra. Depuración tras depuración, Miró había ido ganando calidades en el fondo de las composiciones, desde sus gouaches del 41, capaz ahora de expresar un sutilísmo juego cromático, al tiempo que va reduciendo los lineales perfiles a hilos que caracolean en el espacio para irse adensando de color. Es ahora cuando la superposición de formas y colores provoca esas metamorfosis libres, desinhibidas y espontáneas que se mitifican.

            Tras el aislamiento provocado por la guerra, entre 1949 y 1951, Miró pinta gran cantidad de cuadros que pueden ser clasificados en dos grupos. En las llamadas pinturas “lentas”, esmeradas, preciosistas, utiliza colores primarios que aportan una gran luminosidad. Miró trabajará sobre lienzos aprestados con anterioridad, como si quisiera vitalizar los colores con la rugosidad pálida sugerida en el fondo. Las  llamadas pinturas “espontáneas” dan rienda suelta a su ingenuidad, a su capacidad de mixtura de materiales, agitando tanto los fondos, a veces descompuestos, como las figuras, con salpicaduras de color, insertándose en lo que pudiéramos llamar “tachismo”, sin excluir que en ellas puedan aparecer figuras delicadamente dibujadas, como lo son sus graciosos “personajes”.

            Fundamental en esta etapa, es el desarrollo de su simbología personal, especialmente en lo referente a las estrellas aspadas y redondeadas que pueblan sus insinuaciones de paisajes nocturnos, así como el fugaz pero insistente uso de colores planos, centrándose en el blanco del lienzo, el negro en los contornos, los colores primarios, y muy casualmente, colores secundarios como naranja y morado, en sitios muy puntuales y casi nunca juntos en el mismo lienzo. Miró no llegó a la abstracción absoluta, au´n así pareciéndolo en los títulos de sus obras. 

En sus palabras: “…Mis títulos los voy encontrando a medida que voy avanzando en la tarea, mientras ligo unas cosas con otras en el lienzo. El título llega a tener un cien por cien de realidad para mí, como un modelo lo tiene para cualquier otro. Para mí el título es una realidad exacta.” Por tanto, no es que realice un cuadro a partir de un t´tulo, sino que la sugestión poética y formal va conformando el cuadro a lo largo de su ejecución, y sólo al verlo adornado por el título recreamos el conjunto de sugestiones.

ANTECEDENTES E INFLUENCIAS           

A pesar de la evidente personalidad del autor tratado, y de la imposibilidad de enmarcarle en un estilo colectivo (pues desarrolló su propio lenguaje de expresión pictórica), también es lógico intentar comprender la obra de Miró en su marco histórico. Miró estudió en escuelas, y entabló amistad con importantes artistas ya consagrados en sus estilos, y esto, sin duda, influyó en su manera de enfrentarse a los lienzos.

            El Surrealismo nació de las cenizas del Dadaísmo, cuyos miembros, agrupados entorno a la revista “litterature”, sentaron las premisas de la nueva tendencia nacida oficialmente en el año 1924, año de la publicación de los manifiestos por André Bretón. La producción surrealista se caracterizó desde un primer momento por la vocación libertaria sin límites, y la exaltación de los procesos oníricos, la imaginación, el humor corrosivo, y el erotismo, todo ello como arma de provocación a la tradición burguesa y contra las formas represivas del orden la cultura, y la moral establecida. Sin embargo no se trata exclusivamente de realizar una representación pictórica de las imágenes oníricas, sino que su objetivo es emplear estos elementos con total libertad y además con las imágenes más corrientes y vulgares, de tal manera que el autor del cuadro asista a su propio nacimiento, como escribe Paul Eluard “apasionado o indiferente, pero como espectador”. 

En 1925 se celebra en París, en la galería Pierre, la primera exposición del grupo, contando entre sus miembros a pintores tan dispares y multifacéticos como Pablo Picasso, Joan Miró, Paul Klee, Hans Arp, o Giorgio de Chirico; es decir, artistas surrealistas y no surrealistas, precedentes y epígonos, dado que en estos momentos iniciales más que una coherencia absoluta, se busca expresar la capacidad aglutinadora del movimiento, en el que converge el odio a la perfección moral, a la destreza artística, su sarcasmo ante la sociedad, la intención esquemática y deformadora, la búsqueda de lo irracional, y por supuesto la acepatación de los precedentes más insólitos e inesperados, desde el arte de los alienados a los grandes maestros consagrados por la tradición.

            Probablemente el más característico representante de la pintura surrealista sea Max Ernst (1891- 1972), antiguo dadá con Hans Arp en Alemania. A partir de 1921 se relacionó con Breton, iniciándose una bellísima serie de collages, generalmente basandose en grabados al acero del siglo pasado. Poco después se inició en el Frottage, técnica inventada por él, a través de la cual hace surgir animales mounstruosos y apariciones inverosímiles. Apasionado y fantástico, tras una primera etapa obsesionada con la invención de máquinas y diseños industriales, evolucionó hacia una especie de realismo mágico que pretende separarse del mundo para estudiar nuevas formas de representación. A partir de 1936 su poderosa imaginación le devolvió a una especie de romanticismo surreal lleno de metáforas un poco grandilocuentes que le hicieron perder parte de sus características originales de espontaneidad y frescura.

Ives Tanguy (1900-1955) evoca recuerdos infantiles de las playas bretonas a través de inmensos espacios poblados de extraños objetos, en los que efectúa una “experiencia lejana”, según palabras de Breton. Magnífico pintor, en Taguy las cualidades pictóricas se alínean tan minuciosamente con los temas y obsesiones, que parece imposible considerarle unicamente un autor de un mundo de imágenes procedentes del sueño y la imaginación.

 André Masson (1896 -) es otro interesante pintor francés. En sus primeras obras siguió postulados cubistas, pero se unió al Surrealismo en 1923. Dotado de un gran sentido del ritmo y del arabesco, encuentra especial delectación en temas en los que el erotismo se une a la crueldad, como en su serie sobre la guerra civil española. Su técnica es brillante, en parte por sus dotes innegables, y en parte por su cultura artística, pero parece que Masson se sirviera de todo ello para descubrir las tensiones abstractas antes que penetrar en la irrealidad.

            En Bélgica el surrealismo se desarrolló notablemente, sobre todo por influencia de su más importante artífice, René Magritte (1898-1967), que orientado por de Chirico al Surrealismo, realizó una pintura enigmática e insólita, adscrita al movimiento surrealista por sus contenidos, pero en realidad muy alejada al automatismo psíquico, pues daba muestras de una imaginación reflexiva y una técnica muy depurada. Antecedente del Pop Art y de no pocos dibujantes de cómics, sus lienzos presentas sueños representados con una claridad muy naturalista.         

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